La constituyente de Petro es un golpe de Estado: Abelardo de la Espriella
Basta recordar las causas del proceso constituyente de 1990 para encontrar sus semejanzas con las empleadas por Petro, como justificación de su convocatoria al pueblo, con el fin de cambiar la Constitución Política que hoy nos rige.
En ese año, cuando la impune banda terrorista M-19 lideró el “romantizado” proceso que acabó con la Constitución de 1886, se conjugaron varios factores (principalmente ilegales) que doblegaron al Estado, el cual, después de un sinnúmero de guerras, había logrado, por fin, configurar su Carta fundacional, cuya derogatoria, en 1991, implicó la destrucción del Estado Nacional con que aquella nos había unificado. Esos factores fueron el narcoterrorismo (la expresión más brutal del narcotráfico), el M-19 y el movimiento estudiantil.
El narcoterrorismo
El factor más visible –y, paradójicamente, el menos recordado por quienes han escrito la historia de los orígenes de la Carta de 1991– fue el narcoterrorismo y su figura pública más destacada: Pablo Escobar.
El narcoterrorismo, un flagelo que, con bombas indiscriminadas en las ciudades, asesinatos de figuras públicas, secuestros de los representantes más importantes del establecimiento bogotano (¿acaso el factor decisivo?) y el derribo de un avión comercial, arrodilló a un Gobierno débil y cobarde; fue el instrumento mediante el cual Escobar creó en el país la sensación de inseguridad generalzada e hizo ver a Colombia como un Estado fallido, solo con el fin de evitar su inminente extradición a los Estados Unidos (“Preferimos una tumba en Colombia que una celda en Estados Unidos”, decía) a través de la eliminación de la Constitución del 86, porque la permitía.
No fue casualidad, entonces, que el día en que la Asamblea Constituyente aprobó la no extradición de nacionales colombianos (los pagos en efectivo a algunos constituyentes fueron borrados de la historia oficial de la Constitución de 1991), Pablo Escobar se entregó a la Justicia: había conseguido su objetivo.
Los constitucionalistas de la época y el establecimiento en general sostenían que las cláusulas pétreas de la Constitución del 86 hacían muy difícil su modificación y que para lograrlo era necesario agotar el procedimiento establecido en ella. Varios intentos de reforma aprobados por el Congreso de acuerdo con esos mecanismos (la “pequeña constituyente” de López Michelsen, de 1977, y la de Turbay, de 1979, por ejemplo) fueron declarados inexequibles por la entonces guardiana constitucional, la Honorable Corte Suprema de Justicia (la misma que el M-19, junto a Escobar, habían masacrado en 1985).
La última reforma a la Carta del 86, realizada de acuerdo con los procedimientos establecidos en el artículo 212, fue la elección popular de alcaldes, aprobada por el Congreso de la República mediante el Acto Legislativo núm. 1 de 1986; pues las intentadas por el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) tampoco prosperaron: el Acuerdo de la Casa de Nariño del 20 de febrero de 1988 (suscrito por el Gobierno y el Partido Conservador) que apuntaba en ese sentido fue anulado por el Consejo de Estado; su intento de convocar un plebiscito (maquillado como un llamado al constituyente primario), también con ese objeto, fracasó por cuenta de la oposición del Partido Conservador a esa iniciativa, y, por último, el acto legislativo con el que trató de hacer pasar la reforma del 89, se hundió en diciembre de ese año, entre otras cosas porque se introdujo un artículo que prohibía la extradición de colombianos por nacimiento, incorporado a ese proyecto de acto legislativo por algunos representantes a la Cámara.
Como consecuencia de ello, los narcotraficantes acentuaron sus acciones terroristas y crearon las situaciones de facto que, en últimas, pusieron al país a pensar en otras alternativas para modificar las instituciones del 86, convencer a la opinión pública (a las malas, obviamente) de la necesidad de un cambio constitucional por la vía de una Asamblea Nacional Constituyente, única forma de alcanzar la paz, acabar con el narcotráfico y recuperar la institucionalidad frente a la criminalidad que atentaba contra la propia existencia del Estado, según los entendidos de entonces; 33 años después, el panorama es el mismo. Ello significa, ni más ni menos, el fracaso de la Constitución del 91 y el fin con que fue creada: alcanzar la paz. Y es que el narcotráfico sigue vivo, al igual que su meta existencial de evadir la justicia de los Estados Unidos. Además, Colombia está cundida de grupos ilegales de todos los pelambres y armados hasta los dientes, como los “Mordiscos”, los “Márquez”, los cárteles del Golfo, “la Nueva Marquetalia”, “la Nueva Generación”, las bandas criminales como “la Inmaculada”, “los Magníficos”, los “Elenos”, las Farc (que nunca se acabaron), dedicados a aplicar los mismos instrumentos empleados por Escobar (asesinar secuestrar y poner bombas, entre otros), porque saben que con ellas desestabilizan el país y crean la misma sensación de Estado fallido y un gobierno inútil, cobarde y débil que no los enfrenta, y que les facilitará las herramientas que les permitirán seguir delinquiendo sin el riesgo de ser extraditados a los Estados Unidos; todo ello dentro del marco de unos mal llamados procesos de paz o paz total. (A propósito, Petro posesiona a la Fiscal General y, con anterioridad a ello, le pidió públicamente negociar con los bandidos que se quieran someter. Los bandidos modernos, seamos sinceros, quieren lo mismo que Pablo Escobar: que no los extraditen y que les permitan disfrutar impunes de sus ganancias, el negocio es exactamente el mismo que en 1991 y harán lo que sea para conseguirlo).
Actualmente el Gobierno sostiene procesos de paz con los “Elenos”, las Farc (que ahora tienen varias facciones), conversaciones con bandas criminales en todo el territorio nacional, cuyo fin es el restablecimiento de la no extradición de colombianos por nacimiento, como se acordó en el Pacto de la Picota. Y es que quienes, con las armas ilegales del narcotráfico controlan los territorios de la Patria, dependen del Gobierno para que introduzca de nuevo al ordenamiento constitucional la prohibición de extraditar, y así lo pactaron durante la campaña: el apoyo decidido era para el candidato que promoviera dicha iniciativa, como en efecto lo hicieron, respaldando a Petro. Así, esas mismas armas que sirvieron para dirigir los votos en las presidenciales de 2020 serán las mismas que comanden el proceso de la Asamblea Constituyente que quiere Petro.
Frente a esta propuesta presidencial, los constitucionalistas de hoy (muchos de los cuales ya eran expertos en Derecho Constitucional en 1990), vuelven a invocar ingenuamente las doctrinas empleadas cuando se dio la propuesta de cambiar la Constitución del 86: que, para reformarla, se debe aplicar los mecanismos establecidos en ella, y pontifican sobre la imposibilidad de que un adefesio de Asamblea Constituyente triunfe en el Congreso o consiga las mayorías calificadas en las urnas. ¡Ilusos de academia! No han entendido que lo que Petro está tramando no es una reforma constitucional basada en los mecanismos previstos en la constitución vigente, sino en las vías de hecho, en la violencia, en el desbordamiento de las realidades fácticas, que lleven a la opinión pública a aceptar que debe cambiarse la constitución porque el país, como ocurrió en 1991, va camino a ser un Estado fallido.
Seamos sinceros: el M-19 era un grupo terrorista sin ninguna trascendencia militar, no tenía un número significativo de hombres (contrario a las Farc de ese entonces y también a las de hoy –en eso tampoco han cambiado las cosas–), no controlaba los territorios ricos en cultivos y laboratorios ilegales (que sí controlaban las Farc y los “Elenos” de entonces y de ahora, junto a un sinnúmero de otros grupos narcotraficantes que conviven en la Colombia del siglo XXI). El M-19 vivía del secuestro, de la extorsión y de la financiación que le daba Pablo Escobar, lo cual era una renta marginal que, en todo caso, no le proporcionaba autonomía propia al grupo.
A falta de ello el M-19 tenía notoriedad, comunicaciones, vitrina: la toma de la Embajada, el robo de la espada de Bolívar, el robo de las armas del cantón norte, la toma del Palacio de Justicia, los camiones de leche y de huevos que robaban para entregarlos a los pobres lo convirtieron en el grupo de bandidos con la marca más posicionada del mercado. El manejo de las comunicaciones y el romanticón cubrimiento de la prensa, que disfrazaba de revolucionarios a una simple banda de forajidos, les había dado algo de imagen y creado simpatías en bases ciudadanas, principalmente urbanas, en un país cuyos medios de comunicación de masas se estaban modernizado y en el que la opinión pública empezaba a consolidarse como un arma poderosa en los grandes centros urbanos.
Además de esa “marca M-19”, muy posicionada en el mercado nacional, esa agrupación terrorista contaba con voceros locuaces, que, como Pizarro, Navarro, Vera Grabe y hasta el ya fallecido Jaime Bateman, tenían buena imagen, a quienes los medios, al abrirles cámaras y micrófonos, los volvieron famosos, logrando con ello ejercer gran influencia en la opinión urbana, joven, que siempre está en búsqueda de la revolución en un país enormemente desigual y lleno de odio de clases.
Por eso es toda una curiosidad que el M-19, sin bases políticas, sin experiencia electoral, sin partido, sin control territorial, sin mucha plata y sin tropa, lograra hacerse a la TERCERA parte de la Asamblea Constituyente, después de haber agitado a la gente y a las masas con el cuento de que se necesitaba una nueva Constitución para lograr la paz, cuando en realidad, como está claro, lo que se buscaba era evadir la extradición.
Tres décadas después, el M-19 ocupa la Presidencia de la República, la máxima magistratura del estado colombiano, y el régimen no ceja en su empeño de exaltar esa imagen del movimiento revolucionario, la marca adquirida en sus comienzos. Desde el primer momento en que llegó a la Casa de Nariño, Petro ha manejado a su antojo los medios estatales de comunicación, además del ejército de propaganda y desinformación que trabaja desde las redes sociales y pagado por el erario desde su conformación e inicios en la alcaldía de la Bogotá Humana. Ese ejército trabaja sin descanso en difundir en el mundo digital el odio político, en crear un ambiente de opinión que sirva de caja de resonancia a cualquiera de las ideas de su líder. Ese instrumento de propaganda, que influye en la opinión pública, tiene novelistas creando falsas narrativas y administrando los billonarios subsidios estatales, y destina el presupuesto público de la cultura para alimentar la producción audiovisual que exalte a los bandidos del pasado y los convierta en héroes, imprime periódicos y maneja las cuentas oficiales de la máquina de comunicaciones del Estado. Ciertamente, mucho ha evolucionado ese M-19, que hacía propaganda a través de cometer delitos espectáculo cubiertos por reporteros que se creían revolucionarios, al M-19 de hoy, que detenta el máximo poder del Estado, en cabeza de Gustavo Petro, y pretende acudir a los mismos métodos del pasado para suprimir el ordenamiento constitucional vigente.
El factor estudiantil
Debido a los fracasos sufridos por el gobierno Barco entre 1988 y 1990 para cambiar la Constitución del 86, los narcoterroristas y los bandidos revolucionarios entendieron que no iban a poder cambiar la Constitución por las vías institucionales. Por ello, además de acudir al terrorismo y a la agitación de masas, emplearon el movimiento estudiantil promotor de la séptima papeleta, como catalizador que permitiese a la sociedad aceptar la imposición ilegal, como un agua lustral que tranquilizara a la opinión pública. La fórmula encontrada fue perfecta: un movimiento de jóvenes, universitarios, urbanos, limpios de pecados, que se encargaron de darle apariencia de clamor nacional al plan narco-guerrillero de cambiar la Constitución.
Ese movimiento –¡vaya casualidad!– impulsó la teoría (lanzada hace pocos días por Petro en su visita a Cali y en entrevista ampliamente difundida en el periódico El Tiempo de Bogotá) de que el poder constituyente radica en el pueblo y no en las cláusulas pétreas de la Constitución ni en las instituciones constituidas para su guarda; porque solo el pueblo, como constituyente primario, puede decidir hacer o no uso del poder constituyente de que está investido para cambiar la Constitución.
Hagamos una breve digresión sobre al menos uno de los actos previos al proceso que culminó con la Asamblea Constituyente de 1991. Su símbolo fue la séptima papeleta, un pedazo de papel sin validez, que nunca se escrutó, unido a una que otra marcha universitaria urbana con camisetas blancas, fue el “parapeto” que purificó el plan de los narcobandidos unidos en el propósito de no ser extraditados.
Como en el pasado, hoy también existen activistas urbanos, muchos de ellos estudiantes, aunque a diferencia del movimiento del 1991, encabezado por el exprocurador Fernando Carrillo, no enarbolan banderas de revolución pacífica, sino las de la violencia.
En efecto, el país recuerda con horror las acciones de esas agrupaciones de jóvenes sumamente peligrosos e ideologizados, mejor conocidos como “La Primera Línea” durante las revueltas que adelantaron contra el Gobierno nacional en 2019 y 2021, en las que se dedicaron a arrasar con cuanto pudieron, en todo el territorio nacional, especialmente en Cali, Bogotá y en todos los grandes centros urbanos. Hoy por hoy, esas agrupaciones (que nunca se disolvieron y aún están activas) están listas a apoyar una revolución violenta.
Claro es, entonces, que los jóvenes que promovieron el cambio constitucional del 91 ponían la cara pacíficamente, aunque por los objetivos de los bandidos; y que los de ahora constituyen bases mucho más comprometidas, ideologizadas, dispuestas a dar la pelea, incluso de manera violenta, por cualquiera que sea la idea de revolución que tengan que defender. Por si fuera poco (lo que no tuvieron los del 91), “La Primera Línea” tiene a sus líderes en redes sociales, organizados y pagos por el propio Estado: los influenciadores petristas trabajan con RTVC, con ministerios, con Procolombia, son embajadores, cónsules, directores del DPS y del DNP, reciben subsidios de un millón de pesos (para no delinquir); son realmente un ejército, más parecido a los colectivos chavistas que a los románticos estudiantes del 91.
En suma: si la del 91 fue una revolución pacífica, con un movimiento urbano de estudiantes, la que quiere hacer Petro en el 24 será violenta, ejecutada por un ejército de jóvenes, sumamente agresivos, dispuestos a todo, que actúan coordinadamente, tanto en el mundo digital como en las calles (nunca olvidemos Puerto Rellena o el Monumento a los Héroes, en Cali y Bogotá, respectivamente). Todo lo anterior mientras la Fuerza Pública está maniatada para actuar, por órdenes del mismo gobierno.
En conclusión, Petro nos está llevando, con la misma estrategia de 1991, a un proceso de Asamblea Nacional Constituyente: nos ha conducido a una situación extrema, regionalizada, en cuanto al control territorial por parte de los bandidos, y cuyo efecto es la sensación de que estamos en un Estado fallido, similar al de 1991; aunque el terror actual es sectorizado y regionalizado según las características de quien ejerce el dominio ilegal en cada región.
Así, pues, tenemos que las Farc, los “Elenos”, el Clan del Golfo, los mexicanos, las bandas como "La Inmaculada" o las que dominan Buenaventura, el "Tren de Aragua" (en las grandes ciudades) y una serie de combos cuyos nombres no son famosos a nivel nacional pero sí regional, están replicando, con la ayuda de la inacción del Gobierno, la sensación de Estado fallido que teníamos hace 33 años.
El suroccidente del país es tierra en la que no ejerce soberanía el Estado, sino los bandidos (en las goteras de Cali, por ejemplo, hay miles de hectáreas de coca a la vista de todos). Por otro lado, basta ver los titulares de inseguridad de Bogotá, Cali, Barranquilla, Cartagena y las conversaciones digitales en todo el territorio nacional, para darnos cuenta de que ese aumento de la inseguridad y el deterioro creciente del orden público está replicando la sensación de pérdida del Estado en el sentir ciudadano que se respiraba en Colombia durante la década de los ochenta.
Hoy, el presidente es Petro, el jefe de la nueva Revolución, quien controla el Estado. Petro, ex M-19, lo único que está haciendo es acoplando la realidad de 2024 al caos y a la violencia que afectan al país en estos tiempos, lo mismo que se hizo en 1991: crea las condiciones de desespero para ambientar un cambio de Constitución y se apalanca en poderes ilegales regionalizados y también en los legales (que ahora están bajo su mando) para lograr sus propósitos, la clásica combinación de todas las formas de lucha.
Como si ello no bastara, Petro está dándoles un toque de romanticismo revolucionario a sus ejércitos de jóvenes urbanos. Propone, por ejemplo, que el proceso constituyente debe partir de las universidades; de este modo, juntará a un montón de idiotas útiles, como los cientos de miles de jóvenes que votaron por él anhelando un supuesto cambio, además de su ejército privado de primera línea; todo ello bajo la misma idea de 1991: el único poder constituyente es el del pueblo, y la situación requiere que este se constituya para cambiar la Constitución. Será el pueblo constituido el que diga si Petro se queda o no. Solo me queda una duda: si el M-19, un grupo marginal, sin plata, puso la tercera parte de constituyentes, ¿cuántos escaños ganaría hoy teniendo todo a la mano?
Petro parece desquiciado porque lo medimos desde nuestros parámetros, y, aunque actúe de manera extraña, es evidente su propósito, tiene un plan y lo está ejecutando. Lo peor que podemos hacer es seguir pensando que, por no estar aparentemente en sus cabales, no logrará sus objetivos. Petro puede que sea indisciplinado en su vida personal, pero eso es irrelevante a la luz de los resultados: Hitler, Stalin, Napoleón, Chávez, Trujillo, Somoza, Gadafi, todos eran subnormales… y aun así lograron sus protervos fines.
Yo no creo en una sola palabra del presidente, porque quien ha trepado a la más alta dignidad, gracias a mil indignidades, cometerá diez mil más para aferrarse al poder, sin contar con que el modelo político, social, económico y cultural que propone, el abominable comunismo, ha sido un fracaso rotundo en todas las latitudes, en las cuales ha sido inoculado ese cáncer destructor.
Estamos advertidos: no podemos tapar el sol con un dedo. El verdadero objetivo del régimen con la constituyente es atornillarse al poder; la izquierda radical sabe que, por la vía institucional y democrática, jamás volverá a ejercerlo, y, en consecuencia, secuestrará al Estado, desconociendo el ordenamiento legal vigente y para ello utilizarán la violencia como mecanismo inmejorable de presión.
Colombia atraviesa sus horas más oscuras: ¡la constituyente de Petro es un golpe de Estado!